lunes, enero 28, 2008

Conflagración


A mi lado, Edward sangraba por la cabeza, inconsciente. Le habían dado. La trinchera dejó de serlo, ya no nos resguardaba; parecía que nos escupiese por nuestra falta de valor. Era como estar al raso, a merced del enemigo. Parecía que cuanto más te escondías, más te mostrabas y; sin embargo, cuánto más osado te mostrabas, más te resguardaba, como si en realidad lo único capaz de protegerte fuese el mismo valor, si lo hubiera, claro, y nada más. Es curioso que en esa ocasión radical me ocurrió como cuando contemplaba un paisaje, o un atardecer, o estaba ante el mar o ensimismado frente al fuego de una chimenea, que me dio por filosofar. Cuando ya no hay nada que puedas hacer, a veces, en vez de la desesperación, acude la serenidad, lo único que te puede ayudar. En aquel desastre, meditaba yo, se reconcentraba toda la estupidez humana y se mostraba ostentosa, tal cual es; tal cual somos. Y todo era estúpido, como si ella te dijese: “hola, aquí me tenéis de nuevo: soy yo, la Estupidez, lo más inhumano que existe; vuestro ingrediente principal. Todo esto resulta francamente encantador, ¡Buen trabajo, muchachos!”, y, una vez más, a uno se le ocurren mil confesiones instantáneas por dentro, todas llenas de sinceridad y arrepentimiento. El miedo provoca buenas radiografías. Alcé un poco la cabeza y observé el fortín que pretendíamos asediar.

Aquella casa en ruinas, llena de personas como nosotros, iguales que nosotros, tan asustados y tan valientes como nosotros y tan estúpidos como nosotros constituían nuestro objetivo… Era como si todos nos enfrentáramos a muerte contra nosotros mismos: nuestras muertes contra nuestras vidas. Podía ver mi cara en las caras de aquellos que veía en las ventanas y en el tejado. ¿Cómo habíamos llegado a ese extremo? Alguna malo o buena suerte del Destino nos colocó fuera. Nosotros éramos los buenos y estábamos fuera; ellos, dentro, y eran los malos ¿o era al revés? Supongo que ser bueno o malo dependía, sólo en parte, de estar en cualquier sitio. En el fondo, creo que éramos iguales; igual de distintos, igual de buenos y malos. Nuestra misión, atacar; la de ellos, resistir ¿o era al contrario? Una casa en ruinas se transformaba en el mayor tesoro del universo, algo increíblemente valioso por lo que había que morir o matar. El Gran Trofeo no era más que una casa en ruinas. A mi lado mi hermano no se movía…

El zumbido de un nuevo proyectil me hizo saltar cuerpo a tierra, y aplastar la cabeza contra la arena del estrecho pasillo de la trinchera. Tenía miedo, muchísimo miedo; todo el miedo que seáis capaces de acumular, tanto miedo que me golpeaba el miedo, que me dolía el miedo. Pude oír el griterío enfervorizado de los nuestros y, también, el de ellos. Ruidos que eran los síntomas dañinos de una enfermedad crónica, y tan contagiosa que a mí se me antojó cósmica. Estábamos muy cerca…
- ¡maricones, os vamos a rajar!
- ¡Eh, cabrón, por poco me das!
- ¡Ánimo tíos! ¡A por ellos!
De repente- tiene gracia- me acordé de mi madre, tan poco amiga de violencias, y de que según mi reloj, sólo faltaba media hora para la cena. Mi nombre era una caricia cuando lo recordé, dulce, con la pronunciación de su voz. En fin, a mi hermano y a mí nos esperaba una buena… la cara de Johnny surgió a mi izquierda y su voz me devolvió a la realidad.
-¡Eh, intelecto! ¡Están tirando sólo desde el frente; desde atrás y por la derecha podríamos entrar y destrozarles a todos!
- ¡Joder, que no me llames intelecto! ¿Vale?, - le contesté enfadado.
- Pues entonces deja de ser tan empollón…

En ese momento, Johnny bajó la mirada y reparó en mi hermano.
- Pero… ¡tío, le han dado! ¡Estás loco o qué! ¿Estás tan cagado que le han dado y no dices nada?
Saltó fuera de la zanja y empezó a dar gritos y a hacer señales con los brazos en alto a todos los demás.
- ¡Baaaasta! ¡Dejad de tirar piedras! ¡Le habéis dado a Ed! ¡Alto el fuego!
Cuando un cartel anunciaba la inminente construcción de un nuevo edificio en el barrio, en realidad nos avisaba de una inevitable guerra. Toda la pandilla esperaba con impaciencia a que los obreros desguazasen la vieja vivienda, para sortearla y tomar rápidamente posiciones. La casa que iba a ser demolida, una vez desvencijada, se quedaba sin guardián. Antes de que se convirtiera en solar, era nuestra del todo. El mejor campo de batalla imaginable, a pesar de que sólo jugábamos…



Historia: Carlos Cebrián. Escenas sin filmar

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